Encuentro Borges — Sabato en el Bar Plaza Dorrego (1975)
La lección de dos grandes:
En el verano del 75, GENTE reunió, más que a dos enormes escritores, a dos ídolos de la literatura argentina. No fue fácil. Jorge Luis Borges y Ernesto Sabato, amigos alguna vez, llevaban dos décadas no sólo sin hablarse: dos décadas de franca enemistad por razones políticas. Sin embargo, ante la posibilidad de aportar algo de su talento a miles de lectores, olvidaron rencores y polémicas, y protagonizaron, a lo largo de una mañana inolvidable, este diálogo y estas imágenes que hoy son un clásico del periodismo nativo. Acaso por esas simetrías que, según Borges, le gustan al Destino, el encuentro sucedió apenas unos mese s antes de la primera Feria del Libro. Recrear aquella charla y aquella reconciliación es más que un placer intelectual: es también una lección para la clase política, casi siempre separada por mezquindades y casi siempre alejada del bien supremo: el país y su gente.
OTOÑO DE 1973:
MEMORIA IMPRESCINDIBLE. Por aquellos días, alguien reunió a Jorge Luis Borges, Luis Federico Leloir y Juan Manuel Fangio. Una fotografía de ese instante llegó poco después a una casa con jardín de Santos Lugares, y se instaló en el escritorio de Ernesto Sabato. El hombre la miró largamente, se quitó los anteojos oscuros, se apretó la frente con los dedos. Entonces escribió:
“…Y en fin, a su lado, ¿mirando hacia qué?, está Jorge Luis Borges. Nací y al poco tiempo empecé a escribir sobre él. ¿Qué más puedo agregar? Tal vez podría decir aquí algunas de las cosas que puse como dedicatoria en mi ensayo sobre el tango: ‘Las vueltas que da el mundo, Borges: cuando yo era un muchacho, en años que me parecen pertenecer a una suerte de sueño, versos suyos me ayudaron a descubrir melancólicas bellezas de Buenos Aires: en viejas calles de barrio, en rejas y aljibes, hasta en la modesta magia que a la tardecita puede contemplarse en un charco de las afueras.’ Luego, cuando lo conocí personalmente, supimos conversar de esos temas porteños, ya directamente, con el pretexto de Schopenhauer o Heráclito de Efeso. Luego, años más tarde, el rencor político nos alejó, y así como Aristóteles dice que las cosas se diferencian en lo que se parecen, quizá podríamos decir que los hombres se separan por lo mismo que quieren. Y ahora, alejados como estamos (fíjese lo que son las cosas) quisiera convidarlo con estas páginas que se me han ocurrido sobre el tango. Y mucho me gustaría que no le disgustasen. Créamelo. Sí, nos separaron crueles ideas sobre el destino de nuestra patria común. Por eso, me quedo mirándolo con tristeza. Pensando en el Borges que querría rescatar: el poeta que cantó a cosas modestas y fugaces pero humanas: un crepúsculo, un patio de infancia, una calle de suburbio. El Borges que después de su periplo por filosofías y teologías en las que no cree vuelve a este mundo menos brillante pero en el que cree: este mundo en el que nacemos, amamos, sufrimos y finalmente morimos. No esa ciudad X cualquiera en que un Red Scharlach simbólico comete crímenes simétricos, sino esta Buenos Aires real y concreta, sucia y turbulenta, aborrecible y querida, en que él y nosotros vivimos y padecemos. Sí, ahí lo tienen: parece mirar hacia adentro, quizá se piense que está contemplando laberintos en Creta o bibliotecas en Alejandría. Pero no: como todos, al final, está viendo su infancia. Su infancia en Buenos Aires.”
VERANO DE 1975: EL ENCUENTRO.
El autor de esas líneas y su destinatario estuvieron separados durante casi veinte años después de una dura y áspera polémica. “Inevitablemente (recordaría Sabato), tanto uno como otro dijimos palabras quizá injustas.” El alejamiento se mantuvo hasta que una circunstancia casual produjo algo nuevo. En una ocasión, Borges firmaba libros en una librería del centro. Sabato pasó por allí. Entonces, algunos de los que esperaban la firma de Borges se acercaron a Sabato y le pidieron que también firmara. Así, en libros de Borges, pueden encontrarse dedicatorias de Sabato: un símbolo de lo que pasaría después. El escritor se acercó a Borges y lo saludó. Borges lo abrazó. Acaso ninguno de los dos había olvidado la polémica, las palabras ásperas, los casi veinte años de silencio. Pero el fervor, la devoción, algunas preocupaciones comunes y ciertas inevitables coincidencias volvieron a acercarlos. Al fin de cuentas, los dos estaban en el centro de una Buenos Aires que aman y aborrecen, que contaron como pocos, que guarda para siempre su gloria (sus libros) y que algún día guardará sus huesos.
Hablaron mucho. Los primeros testigos de ese diálogo (Anneliese von der Lippen, amiga de Borges y traductora de la obra de Sabato al alemán, y Orlando Barone, un escritor joven, autor de Debajo del ombligo) pensaron que esa conversación debía prolongarse. Sintieron que las palabras de esos dos hombres merecían otro destino que el olvido. Muy pronto hubo un grabador entre ellos. Muy pronto habrá un libro con sus conversaciones, que tienen –ya se verá-, algo de testamento, de balance, de eternidad.
La tentación fue demasiado grande. Y una mañana, a comienzos de febrero, muy temprano (yo había leído que el hombre de Santos Lugares madruga y contempla las plantas), marqué los siete números que encierran fantásticas cábalas. Tuve miedo al decir “Buenos días”. Tengo miedo ahora, cuando ya todo ha sucedido. Porque le pedí a Sabato que se encontrara con Borges. Que salieran juntos. Que recorrieran umbrales dormidos del sur, rejas oxidadas, almacenes tibios, plazas apenas reales. Y Sabato me dijo que sí.
Las cosas sucedieron un martes. Poco importa, pero Sabato tenía zapatos anchos, pantalones grises, saco azul, camisa colorada, y Borges interrumpía el azul profundo de su traje con una corbata verde y amarilla.
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Catherine